Mi primer día en una feria mexicana: entre micheladas y nuevos comienzos
Introducción: el viaje y la llegada
Llegar a México con mi familia fue como abrir la puerta a un mundo lleno de colores y ruidos nuevos. Veníamos de Cuba, con la maleta cargada de recuerdos, pero también con una ilusión enorme: empezar de cero. El viaje fue largo, en autobús, cruzando carreteras interminables y viendo cómo cambiaban los paisajes hasta llegar a nuestro destino.
Recuerdo la primera vez que bajamos del bus; lo primero que me golpeó fue el aire distinto, una mezcla de calor, olor a maíz tostado y esa sensación de que todo aquí se mueve más rápido. Nunca imaginé que uno de mis primeros trabajos sería en una feria, vendiendo micheladas y cervezas. Al principio sonaba raro, hasta gracioso, pero también me pareció una señal de que la vida en México iba a estar llena de sorpresas. Lo acepté con la idea de que cada experiencia, por pequeña que fuera, sería un paso hacia adelante.
Primer día en la feria
El primer día llegué con la camisa planchada, más por nervios que por necesidad, porque al final terminé empapado de sudor y de espuma de cerveza. La feria era un mundo aparte: música por todos lados, altavoces que no dejaban de anunciar rifas, niños corriendo con algodones de azúcar enormes, el olor a tacos al pastor mezclado con frituras y el sonido de los juegos mecánicos girando sin descanso.
Nuestro puesto era un toldito sencillo, con una hielera enorme llena de cervezas y todos los ingredientes para preparar micheladas: limón, sal, chile en polvo, salsas y hasta gomitas de colores. Yo no sabía que en México había tantas formas distintas de preparar una simple cerveza. Me tocó aprender rápido, porque los clientes no perdonan y cada uno tiene su manera de pedirla.
El primer cliente se me quedó mirando cuando escuchó mi acento. Sonrió y dijo:
—¿Eres cubano, verdad? Pues prepárame la michelada como la harías en La Habana.
Yo me reí y le respondí:
—Compadre, yo no soy de La Habana, soy de Holguín, y allá ni siquiera hacemos micheladas así. Pero vamos a ver qué tal me sale la mexicana.
Él soltó una carcajada, me dio unas instrucciones rápidas, y al final levantó el vaso y me dijo:
—¡Así está bien, hermano!
Fue un alivio tremendo.
Anécdotas y retos
Ese mismo día cometí mi primer error serio: confundí el chile en polvo con uno más picante y terminé preparando una michelada que casi incendia a un cliente. El pobre me miró con los ojos llorosos, pero en lugar de molestarse, soltó una carcajada y dijo: “¡Ahora sí me diste una cubetada de fuego!”. Yo no sabía si disculparme o reírme también. Al final, me enseñó cómo distinguir cada frasco y hasta me dejó propina.
También recuerdo a una señora mayor que se acercó con su hija. Compraron cervezas y me preguntaron de dónde era. Cuando les conté, se emocionaron y me dijeron que tenían familia en Cuba. Se quedaron un rato conversando, preguntando cómo era la vida allá, y me hicieron sentir que no estaba tan lejos de casa. Fue uno de esos gestos sencillos que dan ánimo cuando estás recién llegado.
El reto más grande fue aguantar el ritmo. La feria no se detiene: la música, los pedidos, el calor, la gente preguntando precios y yo tratando de atender sin que se notara el cansancio. Al final del día tenía las piernas molidas y la garganta seca de tanto hablar, pero también una sonrisa que no podía quitarme de la cara.
La mezcla de emociones
Ese primer día fue una montaña rusa de emociones. Por momentos me sentía perdido, tratando de recordar si el cliente quería el vaso escarchado con limón o con tamarindo. En otros instantes me invadía la alegría de escuchar a alguien decir “gracias, compa” con una naturalidad que me hacía sentir parte del lugar.
La ilusión de un nuevo comienzo siempre estaba ahí, empujando más fuerte que el cansancio. Y aunque la adaptación no es fácil —acostumbrarse a nuevos sabores, a nuevas palabras, a una forma de vida distinta—, me llenaba de orgullo mirar a mi familia a lo lejos, sonriendo mientras me esperaban en una de las bancas de la feria. Sentía que este trabajo, humilde pero honesto, era un punto de partida para todos nosotros.
La calidez de los mexicanos me sorprendió. No era solo que compraran las micheladas, sino que siempre había una sonrisa, un comentario amable o una broma que me hacía sentir menos extranjero. En Cuba decimos que la gente buena se reconoce de lejos, y aquí lo confirmé.
Reflexión final
Al terminar ese día, con las manos oliendo a limón y chile, me senté un rato a respirar. Miré a mi esposa y a mis hijos, que me esperaban con paciencia, y pensé que la vida nos había dado una nueva oportunidad. No era un gran puesto en una oficina, ni un trabajo con traje y corbata, pero sí era un comienzo lleno de dignidad y esperanza.
Entendí que vender micheladas y cervezas en una feria mexicana era mucho más que despachar bebidas. Era mi manera de abrir una puerta a este país, de decir “aquí estoy, quiero ser parte”. Era también un ejemplo para mis hijos, para que supieran que empezar de cero no es motivo de vergüenza, sino una prueba de valentía.
Ese primer paso en México me enseñó que no importa de dónde vengas, siempre hay alguien dispuesto a darte la mano y a sonreírte mientras aprendes el camino. Y aunque todavía nos quedaba mucho por recorrer, supe que habíamos llegado al lugar correcto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario